domingo, diciembre 12, 2010


Qué miedo dan los sueños, ¿no sería mejor dejarlo en eso, en sueños perdidos por los callejones de la mente, deseosos de escapar, pero sin hacerlo? Porque ante los sueños pende el hilo de la decepción. Creamos una utopía futura en la que vivir, olvidándonos incluso de vivir nuestro presente, para que al final, un día, cumplamos ese sueño. Y entonces llegue la decepción de ver que el azul ya no era tan azul, ni el mar tenía aquel olor a sal que tanto deseábamos.

Así que me propongo no vivir de sueños, sino vivir mi propio sueño. Y no, no es lo mismo. Negaré el futuro hasta que no lo viva como un presente, y anhelaré cada instante como si fuese el último. Saldré a la calle cada día con la mejor de mis sonrisas, aunque cueste, porque estaré en ese mundo en el que me siento segura, mi propio sueño del que soy un granito de arena en un desierto de montañas. Los océanos serán mi horizonte, y las estrellas, las guías en un camino empedrado de sonrisas y lágrimas.

Mi refugio contra el dolor, ése que golpea incesantemente, será la isla a la que huyo, con sus playas blancas y el oleaje golpeando en los arrecifes de coral. Y los bosques se abrirán a mí plagados de frutas exóticas, de verdes praderas y de carreteras estrechas, y las casitas, dispersas y de madera, servirán en sus porches tazones de chocolate a la luz de un sol blanco.


Me voy pues, dejando atrás el dolor y buscando un mañana.

martes, diciembre 07, 2010

La complejidad humana: de cómo sin palabras se entienden las personas.

El otro día iba caminando por la calle y vi a una pareja sentada en un banco del parque. Él, cabizbajo, triste. Ella, taciturna, ausente.

Sus miradas no se cruzaban, parecían vivir en mundos completamente distintos. Como tenía tiempo me senté en el banco de enfrente. Ninguno se inmutó ante mi presencia.
El rostro de la chica parecía querer gritar algo, en un desesperado tono de incomprensión. Él sin embargo, parecía derrotado. Sus cuerpos, separados a una prudencial distancia, apenas se rozaban, y las manos de uno y otro jugueteaban nerviosas.


Entonces ella se levantó, tiró al suelo un papel y se fue, sin más. Él, absorto en sus pensamientos, levantó la frente, pero ella ya estaba demasiado lejos. Cogió el papel y lo puso en sus rodillas, releyéndolo una y otra vez. Luego, me miró. Y lo que vi no me gustó.

Eran unos ojos tristes, tristes como nunca antes había visto. De un color gris, parecían reflejar el cielo encapotado que teníamos sobre nosotros. Las pestañas, oscuras y espesas, estaban mojadas de lágrimas, y las pupilas se dilataban una y otra vez como queriendo huír de los ojos.

Inconscientemente, sonreí. Quise darle mi apoyo a un desconocido, a un ser destrozado por una historia que nunca conocería. Él, asombrado, me devolvió la sonrisa, y se levantó. Rompió la nota y la tiró en la papelera, y apretando el paso, se perdió entre la gente que se amontonaba frente al puesto de castañas.

Yo me quedé allí, pensando. En lo efímero de las cosas, en lo fácil que es romper un corazón, hacer un daño irreversible. En que quería llegar a casa y estrechar su mano. Pero quizás, al llegar, no la encontraría...