miércoles, noviembre 03, 2010

Aquella noche la tempestad era demasiado fuerte, y desde mi camarote escuché al capitán rezar. Eso no era muy buena señal, así que decidí estar preparado y me vestí y metí en un saco una garrafa de agua, el viejo mapa que Joe me había regalado y mi sempiterna amiga la brújula. Salí al puente y enseguida comprendí la situación. Olas enormes, quizás de 9 o 10 metros, batían incesantemente contra el casco del buque, y la madera de los mástiles crujían a cada embite. Lo que antes habían sido hermosas velas blancas se encontraban hechas jirones, y ya nada parecía evitar la catástrofe.

Sólo recuerdo un fuerte golpe en la cabeza, quizás contra la quilla o contra la barandilla del puente de mando. Sólo sé que cuando me desperté, no había nada. Estaba tendido en el suelo, y arriba el cielo azul parecía blanco de tan limpio que estaba. El sol brillaba hacia el este, todavía levantando su magnificencia, y a mi alrededor, nada. Kilómetros y kilómetros de arena cuarteada por el sol. Ni una montaña, ni un árbol. Ya ni decir el mar. Estaba sólo en la inmensidad de la nada.

Primero pensé que había muerto. Me sentí defraudado, para qué engañarnos. Si aquello era lo que me esperaba, prefería el infierno. Pero me dolía demasiado la cabeza, y en un ademán comprobé que me sangraba. Me arranqué la camisa e hice un pequeño vendaje improvisado, bebí agua, pues mis sedientos labios parecían más agrietados todavía que el terreno, y me dispuse a caminar. Orientándome con la brújula, decidí caminar hacia el oeste, así mantendría a mi espalda el sol y sería más cómodo viajar.

Mi cuerpo parecía haber despertado de un letargo eterno, me costaba caminar, pero pronto las fuerzas fueron volviendo a mis piernas y pude avanzar sin problemas en aquel páramo desértico.

El tiempo no existía. Pronto me di cuenta de que el sol no se movía. Aquello, si cabe, me inquietaba.

A lo lejos, y después de un buen tiempo, contemplé algo que brillaba, produciendo destellos. Pensé que se trataría de un espejismo, pero por la posición del sol era imposible. Aquello era algo, y teniendo en cuenta que estaba en la nada, era una buena noticia.

Caminé sin tregua, y a medida que me acercaba mi corazón palpitaba con fuerza. Entonces lo vi. Una gran roca, orientada hacia el sol eternamente quieto, relucía chispeante como si de un gran espejo se tratase. Me acerqué, cauto, y puse la mano. Estaba fría, helada, y mi cuerpo ardiente por el sol no pudo evitar abrazarse al témpano de hielo. Con mi lengua lamía ferozmente la roca, pues hacía tiempo ya que el agua de mi garrafa se había evaporado. Parecía un pobre desalmado, pensé.

Cuando hube saciado mi sed, bordeé la roca, y vi que al otro lado, y a lo lejos, se extendía una hermosa y fulminante montaña. Rocosa en su base, a medida que ascendía iba aumentando la vegetación. Árboles de copas verdes, frondosas, se abrían paso entre pequeñas construcciones de cal. Y justo en la cima, una garganta rocosa dejaba caer desde una altura de vértigo una gran cascada de agua clara y pura, como nunca antes había visto.

Corrí hacia allí, pero cuando me faltaban a penas dos pasos para llegar al pie de la montaña, ésta desapareció, y me di de bruces contra una pared. Una pared transparente. Caminé cuanto mis fuerzas me permitieron paralelo a aquel muro que se extendía infinito hacia el cielo, pero siempre era igual. Pared dura que no me permitía pasar. Agotado, apoyé la espalda contra la barrera y me dejé caer, esperando ya una muerte inminente.

Abrí los ojos y me encontraba en un sanatorio. Rodeado de hombres con bata blanca, los murmullos parecían llegarme de más lejos todavía. Estaba atado a la camilla, y de mi boca salía, espumeante, algo que no me permitía hablar. Finalmente, que abriera los ojos dubo de sorprenderles, porque enseguida un hombre se me acercó y susurró en mi oído: "Has tenido suerte, te han encontrado unos pescadores flotando en el mar. Pronto estarás bien" y dicho esto, se giró, junto con sus compañeros, y pusieron rumbo a la puerta de la habitación. Cuando ya iba a cerrar los ojos de puro cansancio, vi algo que me inquietó, que me aterró. El hombre que me había hablado, que ya estaba cerrando la puerta, no tenía piernas, sino que flotaba en el aire, como aferrado a algo que yo era incapaz de ver.

Cogí unas tijeras y me las clavé en la garganta. No recuerdo nada más.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Me gusto mucho el viraje que tiene la historia a cada paso, me encanta, es como dices un sueño, donde los escenarios cambian a cada paso de la historia, que te engancha, de un mar eterno a un desierto infinito, la montaña como una esperanza que cuando menos lo esperas desaparece…deseamos que escribas pronto relatos tan geniales, un abrazo muy fuerte marinero.

Esther dijo...

El viaje siempre tiene un fin inesperado, el recreado es un conjunto de sentimientos, de caminares, acabando con un "has tenido suerte..." y concluyendo con la subjetividad de esa suerte.

Me encanta.