lunes, julio 26, 2010


Caen flores por todas partes. Son rosas silvestres. Mis pies rozan la hierba como si flotase, y los pétalos lo inhundan todo. La escena transcurre en silencio. Los ojos cerrados.

De pronto los abro. Estoy tumbada en la cama, con los brazos abiertos y todavía con la mueca de una antigua sonrisa dibujada en la cara. Cierro los ojos. Quiero volver, necesito sentirlo otra vez. Afuera las primeras luces del alba se cuelan tímidas por las rendijas de la persiana, y los barcos pitan para hacerse ver en una mañana de niebla.


Vuelvo a cerrar los ojos. Estoy en la casa de siempre, sentada en un sillón de mimbre viendo el atardecer. Alguien me acerca una taza de té, me giro pero no consigo verle el rostro. A mis pies está mi vieja gata, enroscada. Las nubes juegan a hacer formas y mis manos tejen inconscientemente un collar de flores amarillas. La mano que me ofreció el té vuelve con unas galletas. Se sienta a mi lado, me coge el collar y se lo prueba con una sonrisa. Es ella, está tan guapa como siempre, con su vestido azul de flores. Acerco mi mano a la suya y me doy cuenta de que es mucho más pequeña. Corro hasta el espejo y compruebo que quien me observa al otro lado tiene unos 10 años. Ella se acerca y me abraza. Cierro los ojos. No quiero despertar.


Pero los abro y estoy de nuevo en mi cuarto. El reloj marca las 9 en el mundo en que los sueños son sólo sueños.